Nota realizada en Julio 2017
Desde hace un tiempo, escuchamos que cada día comemos peor y que los índices de obesidad y otras Enfermedades Crónicas no Trasmisibles se han disparado, sobre todo en niños. En parte por esto, en parte por una pasión por educar y transmitir lo que considera valores fundamentales para la vida, Diego Ruete ha hecho de su objetivo de vida una cruzada para lograr que los niños aprendan el ciclo natural de la comida y re conecten con la naturaleza. Con Petit Gourmet, Educocina para todos y Huertas comunitarias, entre otros proyectos, se busca cerrar ese círculo y atacar todos los frentes. Es un trabajo de hormiga, pero vista la repercusión que tienen sus acciones, no está sembrando en tierra estéril.
Padre de Lola (9), Juana (8) y recientemente de León, esposo de Inés Marracos, con quien comparte la tarea de construir y mantener este sueño, Diego Ruete pelea día a día por dejar para sus hijos –y los nuestros- un mundo mejor.
Siempre hay niños para educar y todos tenemos que comer
El torbellino
Entrevistar a Diego Ruete (41) no es tarea fácil, y no porque sea una persona compleja, sino por la diversidad y cantidad de tareas en la que está involucrado, entonces la pregunta fue: ¿por dónde empiezo?
La primera impresión que da es la de un hombre inquieto, siempre en movimiento, con su cabeza llena de ideas y proyectos. Habla rápido y puede saltar de un tema al otro en dos segundos. Es animoso, alegre y desborda energía y paciencia; este es el motor que le permite encarar todas las actividades en las que trabaja con niños -y sin ellos-, porque la tarea de Diego no se termina en “clases de cocina para niños”. Nada más lejos. Diego se levanta cada día para educar a vivir con consciencia, y eso comienza con la alimentación, el cuidado de la tierra y el medio ambiente. Tiene su lógica. Y en sus palabras: “siempre hay niños para educar y todos tenemos que comer”.
Pero el camino de Ruete en esta senda arrancó primero por la educación, cuando estudió para maestro pre-escolar -fue uno de los pocos hombres de la carrera en ese momento. Cuando terminó, intentó estudiar Educación Física, pero le asignaron como destino Paysandú y no pensaba moverse de Montevideo, así que arrancó para Comunicación en la ORT. Allí estuvo un año y, cómo él mismo explica: “…me filtró la teoría. A mí me gusta la práctica, yo soy de hacer, soy de acción; la burocracia y la teoría me aleja de lo que me gusta y ahí me puse a estudiar cocina en el ITHU (Instituto Politécnico Montevideo)”. Lo de la cocina pareció ser una forma de encausar esa energía imparable que tiene; era una forma de hacer cosas, porque en ese momento no pensaba dedicarse a ella como profesión. Seguía siendo maestro pre-escolar, cosa que le encanta y para la que tiene mucha facilidad: “Trabajo con niños desde los 18 años. Me di cuenta que puedo contactar con ellos desde una didáctica y una pedagogía espontánea, tengo facilidad para comunicarme y lograr resultados”.
De todas formas, la comunión entre cocina y educación tuvo que esperar un poco en su vida. Diego terminó su profesionalización en la cocina en el 2000 y se fue a trabajar, primero al Hotel Conrad en Punta del Este, sólo para eventos, y luego al restaurante “Los Negros”, de Francis Mallman, en José Ignacio. Pero siguiendo esa naturaleza inquieta, luego de terminada la temporada resolvió irse a Chicago a visitar a su hermana menor y de allí a Irlanda en un programa de intercambio. “De ahí me fui a Francia, después a Barcelona y terminé en Menorca donde trabajé como chef toda la temporada”, rememora Diego. A todo esto ya habían pasado casi dos años. Desde Montevideo le avisan que se casa su hermano mayor por lo que la vuelta a casa se hace inminente. “Lo más loco es que yo no conocía a la novia y resultó ser una compañera mía de cuando estudié para maestro pre-escolar y yo terminé ennoviándome con una amiga de ella, que hoy es mi mujer Inés”, me cuenta. Y como en una película romántica, de ahí vino un verano inolvidable trabajando en el club de Playa Verde (Maldonado) y luego de la temporada los dos se fueron a Europa a probar suerte. Volvieron y decidieron seguir juntos y formar la familia que tienen hoy: llegaron sus hijos Lola, Juana y León Papik. Le pregunto por qué el nombre Papik y me cuenta que: “Es el personaje de un libro, “El país de las sombras largas” (Hans Ruesch), y a mí me encantaba ese nombre. Un tío mío me decía Papik y bueno, nos gustó ponerle ese nombre, para pelear al resto del mundo que te encasilla en nombres clásicos”. Le digo si opinaron mucho con ese nombre en su familia y me dice: “No podés preguntar si les gusta a los demás el nombre, porque todos tienen su versión de cómo debería de llamarse tu hijo”.
La calma
Pareciera que con su familia vino también una etapa de creatividad y calma, entre comillas, ya que, lo que menos hizo fue estar quieto, pero por lo menos ya instalado en Montevideo.
La entrevista la hicimos en la que fuera su casa, hoy totalmente dedicada a ser el cuartel general de Petit Gourmet. Este es el buque insignia, la primera de tantas otras creaciones en torno a lo que él llama: la educocina. “La educocina en sí surge casi espontáneamente de niños que querían más de eso que hacían conmigo en el centro educativo. Les dije, bueno, curricularmente no lo podemos hacer, vengan a casa después de hora y así surge Petit Gourmet, con el boca a boca”.
Es que Diego no era un educador pre-escolar común y corriente. En el colegio que trabajaba se dedicó mucho a la huerta, daba clases de computación y estaba a cargo del comedor, lugar que aprovechaba para generar dinámicas, “donde la comida pasaba a ser trascendente y no era un trámite nada más”, explica.
Claro, los chicos veían esa novedad de jugar cocinando y aprender y: “Querían más. Entonces formamos un grupo y a través de las redes donde mostrábamos lo que se hacía se sumó más gente a la propuesta”. Ahí es que surge uno de los claims de Petit Gourmet que es: ’Mucho más que una receta’. El por qué de este nombre es muy sencillo, ¿qué pasaba? Muchas madres, que mandaban a sus hijos a las clases lo llamaban para saber qué iban a cocinar ese día. Ahí venía toda la explicación de que no era que en Petit Gourmet iban a aprender a hacer ravioles y luego los iban a poder preparar el domingo. “No, esto es mucho más que una receta, no es cocinar solamente. Es todo lo que genera, la experimentación, lo sensorial, el contacto con alimentos y la manipulación. Saber de dónde viene, de dónde salen cosas básicas: esto es un tomate, esto un morrón, esto un zucchini. Que comieran cosas que a veces los niños no habían probado: repollo, pepino, remolacha. Algo increíble, y bueno, poco a poco esos grupos se fueron multiplicando”, explica Ruete.
Llegó un momento en que había que dar el salto y dejar de trabajar “para” los colegios y pasar a trabajar “con” el sistema educativo. Porque la visión de Diego va más allá de las instituciones privadas, para él todos los niños tienen que acceder a educocina. La idea fue aceptada e incorporada rápidamente por las instituciones que comenzaron a llamarlo para que diera clases, cursos e incluso iban de visita a ese pequeño oasis en medio de la ciudad que es la sede de Petit Gourmet.
Pero Diego quiere llegar más lejos. “Mi objetivo es que la huerta y la cocina no sean algo puntual o una actividad descolgada, sino que sean fuente, disparador de todas las actividades que hacemos. La cocina, y la huerta son biología, química, matemática, historia, geografía; es una base donde tocando, probando, midiendo y haciendo se aprende”, me cuenta y es tal la emoción que le pone a sus palabras que contagia entusiasmo. Porque si hay algo que se ve en cada rincón de Petit Gourmet, es el entusiasmo, el amor y las esperanzas que pusieron Diego e Inés su compañera, en esta aventura.
Los de una escuela pública no tienen este tipo de actividades ni cerca, te esperan ansiosos, copados. Los privados son más difíciles de sorprender
Molinos de viento
Reconoce que tiene tantas cosas entre manos que no tiene tiempo de encarar algunos proyectos importantes, como por ejemplo, registrar el término Educocina.
Entre los muchos proyectos ahora está intentando que el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) reconozca a Petit Gourmet como una institución educativa: “Esto nos exoneraría de pagar el IVA y los aportes patronales y nos daría un respiro tremendo, porque si no es imposible”, explica.
Pero no sólo está el trámite de Petit Gourmet. También está Educocina en proceso de ser una Fundación. “Cosa que también es complicada, porque necesitás un capital que no tenemos”, explica. Ser una fundación les permitiría recibir donaciones, que otras instituciones y empresas privadas los apoyen, y sigue Ruete: “podés presentarte a concursos, a proyectos, podríamos hacer mucho más”.
Desde enero de este año Diego es fellow de Ashoka, una organización internacional que nuclea emprendedores sociales. “Acá hay 15 fellows, unos cracks, que hacen cosas buenísimas, y aparte de formar parte del grupo te dan un estipendio, que son pagos mensuales para que yo siga yendo a las Escuelas Públicas, siga haciendo huertas comunitarias, me bancan que yo deje de ganar plata por hacer eso”, explica. Claro, hay toda otra contracara del trabajo de Diego y su equipo, es la parte social. Con Educocina para todos van dos veces por semana a diferentes centros educativos públicos. Lo acompañan algunos de los 150 voluntarios que tienen, entre los que hay nutricionistas, cocineros, fotógrafos, maestros, etc., a todos se les pide lo mismo: compromiso y ganas.
“A mí ir a las Escuelas Públicas me encanta”, comenta Diego. ¿Qué diferencia hay entre ir a una escuela pública y una privada, aparte de los recursos?, pregunto. “La receptividad. Los de una escuela pública no tienen este tipo de actividades ni cerca, te esperan ansiosos, copados. Los privados son más difíciles de sorprender. De todas formas a todos les encanta tener el poder de manejar un cuchillo, la responsabilidad de estar manipulando alimentos, y como lo hacemos tan divertido se copan”, me responde Diego.
El objetivo es el mismo, que los niños entren en contacto con una alimentación sana y consciente. “Cada vez que estamos con un grupo de 30 u 80 niños, y uno me dice, ‘ahora me gusta el tomate’, o que aprende que si a la tierra no la cuida no le va a poder dar más alimentos, para nosotros eso es un éxito. No voy a salvar al mundo, estoy dejando una semilla en cada niño, una prospera y otra no. Hacemos todo lo que podemos”, me explica.
Es que Ruete pretende que todas las instituciones educativas le den importancia al almuerzo. “Los niños almuerzan en las instituciones educativas y la mayoría las tiene como un tiempo anárquico, es un trámite a cumplir y casi siempre es con una empresa tercerizada que lo que quiere es vender tiques. Entonces lo que le dan de comer a los niños es lo que los niños comen fácil: pizza, hamburguesa, choripan, nuggets con papas fritas. Nosotros queremos que se le dé bola a eso y que lo aprovechen como una instancia para desarrollar lo curricular. Comemos cuatro veces por día”, exclama, como para dejar claro que la comida no es pavada.
Hoy tenemos una huerta hasta en la cárcel de Canelones. Ellos son los que nos proveen de semillas y de plantines para llevar a las escuelas cuando quieren activar una huerta. Eso es increíble
El pulpo Diego
Hablamos de Petit Gourmet y de Educocina para todos, pero todavía nos quedan temas en el tintero: Huertas comunitarias y el libro de cocina para niños: Hoy cocinamos nosotros.
“La primera es un colectivo civil, en proceso también de ser asociación civil hace rato. Arrancó en el fondo de una casa que estaba en venta y que tenía mucho terreno. A través de una página en Facebook llamamos voluntarios y durante dos años se llenó. Dos veces a la semana se juntaban a trabajar en la huerta”, me explica Diego. Esa fue la semilla madre de Huertas comunitarias. A raíz de que se acercaba gente que vivía en otros barrios el proyecto empezó a expandirse. “Hoy tenemos una huerta hasta en la cárcel de Canelones. Ellos son los que nos proveen de semillas y de plantines para llevar a las escuelas cuando quieren activar una huerta. Eso es increíble”, declara feliz el educocinero.
“Hoy cocinamos nosotros” es el libro que sacó en el 2016, junto al equipo de Aguaclara editorial y que fue nominado al premio Best of the Best Gourmand y que el 28 de mayo pasado obtuviera el tercer premio en Yantai-China. Se enteró a las cinco de la mañana cuando lo despertó un mensaje de Whatsapp a su celular. Me interesa saber qué significa este premio, más allá de un masaje al ego y un gran orgullo y le mando un mail preguntándole, días después de la noticia: “Es la confirmación que vamos por el buen camino, tanta perseverancia y compromiso tiene su gratificación en el día a día con las sonrisas de los niños, pero un libro premiado es algo para que disfruten mis nietos”, me contesta.
Antes que lleguen los nietos, están los miles de chicos que pasaron por alguna de sus clases y talleres. Han ido a tantas escuelas, colegios, escuelas rurales, Centros CAIF y otras instituciones, por todo el país en estos últimos cinco años que están haciendo un mapa para ilustrar el camino recorrido. Y no sólo en Uruguay. Como representante del movimiento Food Revolution (agrupación que ya no integra), movimiento liderado por el chef inglés Jamie Olivier, viajó por toda América dando charlas y llevando la experiencia uruguaya para que se replique en otras partes del mundo. Por ahora, tiene la agenda paralizada por el nacimiento de su tercer hijo, pero no es raro que lo llamen para ir a una escuela en París a presentar su experiencia o a Colombia o a Paraguay, allí donde haya interés por la cocina “más allá de la receta”, está Diego.
Actualmente sigue siendo miembro del movimiento Slowfood, y lidera el Convivium Montevideo de Slowfood. Con su mujer trabajan con empresas a las que les brindan servicios para sus empleados -siempre desde la cocina o la huerta- además de organizar cenas privadas y hasta cumpleaños infantiles.
Las manos en la masa
Para poder contar cómo es el trabajo de Diego, me colé en una de sus clases en un colegio. Una veintena de niños de 8 años de edad estaban sentados alrededor de una mesa larga con delantales. Cada uno tenía enfrente una tabla de madera, un cuchillo y un bowl con vegetales que tenían que cortar en cubitos. Antes de empezar, Diego les pregunta las reglas para trabajar con un cuchillo. Todos se las saben de memoria. Se sienten orgullosos y responsables. Arrancan a picar. Se ríen, gritan, “no vale robar la comida” les recuerda Diego cuando ve que algún pedacito de zanahoria desaparece. Y, a las 11 am la tentación es grande.
El equipo fijo que lo acompaña, mientras tanto, va preparando otras partes de lo que será el almuerzo. Las verduras que pican los chicos tendrán varias funciones: unas irán para el puré de papas y boniato del pastel de carne y otras para el famoso
Pan de la huerta
Diego les cuenta cosas, les hace preguntas, ellos se ríen, repasan juntos cuál es el peor enemigo de la cocina: “¡Las manos sucias!”, exclaman. “Muy bien y ¿por qué?”, re pregunta Diego. Ahí viene toda una explicación del trabajo de los gérmenes que llegan a los alimentos a través de las manos sucias. También se habla de que hay que tener cuidado con el fuego, las ollas calientes, el aceite en el piso y el aceite hirviendo. Lo tenían clarito.
Llega la masa a la mesa en la forma de un ratón, atrás viene la gran Anaconda, con colmillos de zanahoria, ojos y todo. Los niños emiten gritos, la serpiente se va a comer al pobre ratón. ¡Zamp! Ahora la masa es una gran Anaconda con ratón adentro. “¿La Anaconda se puede comer a un elefante?”, pregunta un niño. Los otros se ríen y le toman el pelo, Diego explica, con paciencia infinita.
Llega el momento de la catapulta de masa. Con una espátula Ruete les va tirando a cada niño una bola de masa: “¡Maxi, va masa! ¡Juan atento! ¡Valentina!” y así todos esperan que llegue su bolita para luego hacer una tirita larga, ponerle pedacitos de queso y verduras y hacer un rollito. Esos rollitos se ponen todos juntos en una asadera y al canto de “pan saltarín” las bolitas vuelan por el aire una y otra vez mientras los niños se ríen y apuestan que en cualquier momento se caen. Listo, una vez terminado el show, al horno. Es hora de que todos ayuden a juntar las cosas. Cada uno tiene su tarea. Todos colaboran y cuando terminan salen del salón. Ya viene el próximo grupo.
El olor a pan calentito llena el ambiente. Diego se acerca mientras los chicos se ponen los delantales. “¿Cómo es un fin de semana perfecto para vos?”, le pregunto. “Agarrar el auto con las nenas, Inés y el perro e irnos de picnic al campo, al verde, con los pies en el pasto y el sol sobre nuestras cabezas”, me dice, y agrega: “Siempre tuve mucha memoria de las cosas que me gustaban de niño, que no quiere decir que las hicieran conmigo, y trato de hacerlas con mis hijas, me encanta jugar y divertirme con ellas”.
De todas formas, y aunque parezca idílico todo lo que rodea a Diego, él también convive con sus temores: “Me da miedo a qué mundo se van a tener que enfrentar mis hijas, y me da miedo criarlas desde donde las estoy criando; porque veo a las personas criar hijos desde un lugar perverso, competitivo, egoísta y de hacé pelota al otro y sobreviví vos y no es el lugar desde donde las estoy criando yo. Y lo que es peor es que el sistema está creado para el otro, no para mis hijas”. Cuando le digo que no todo es tan blanco o negro, y que hay matices, se ríe y me replica: “Yo les trato de mostrar el mundo, que hay de todo, que hay gente mala y buena, para que no las sorprenda tanto”.
Desde las mesas varias voces infantiles lo llaman, reclaman su presencia.
Junto mis cosas y me voy, no sin antes llevarme un pedacito del Pan de la Huerta recién salido del horno que estaba delicioso. Gracias.
Texto: Verónica Correa
Producción: Verónica Eirin
Fotos: Daniel Maidana
Agradecimiento: Levis